La Paz Diabólica de Maduro

Por Antonio Ledezma

La Paz Diabólica de Maduro

La narrativa oficialista venezolana intenta vender al mundo la imagen de una nación que, tras superar supuestas amenazas “imperialistas”, avanza hacia una “paz” estable y un proceso de “normalización”. Pero detrás de esta fachada de estabilidad se esconde una realidad mucho más oscura y perversa: la paz que pregona Nicolás Maduro es una Paz Diabólica, cimentada en el terrorismo de Estado, la persecución sanguinaria y la violación contumaz de los derechos humanos.

El régimen de Maduro no disimula su naturaleza totalitaria. Ha perfeccionado un sistema de hostigamiento que va más allá de los líderes políticos visibles, extendiéndose a profesionales, activistas, ciudadanos comunes y, lo que es más aberrante, a sus familiares, incluyendo menores de edad. Estos actos no son incidentes aislados; son manifestaciones claras de una política de Estado diseñada para aniquilar cualquier foco de disidencia mediante el miedo y el desgaste emocional.

Uno de los ejemplos más alarmantes de esta estrategia es la reciente detención de Samanta Sofía Hernández Castillo, una adolescente de 16 años, habitante en en la popular comunidad El Valle, Caracas. La menor fue arrestada luego del allanamiento a la residencia de sus abuelos. ¿Su “crimen”? Ser hija de un detenido político y hermana de un perseguido que vive en el exilio.

La detención de una menor en este contexto no es un error, sino una táctica ruin. Su madre, Ámbar Castillo, no dudó en denunciar públicamente la barbarie, responsabilizando directamente a Diosdado Cabello. La ONG Justicia, Encuentro y Perdón (JEP) ha señalado con razón que “este tipo de acciones se inscriben en un patrón de detenciones de familiares, buscando ejercer presión e intimidación sobre los núcleos familiares ya vulnerados. Es una forma depravada de terrorismo psicológico ejercido por el Estado, donde la inocencia y la edad no ofrecen protección”.

La persecución no se limita a las calles; se extiende con igual virulencia al espacio digital. La simple manifestación de una opinión o la convocatoria cívica a través de las redes sociales se ha convertido en causal de cárcel.

El caso de la Dra. Marggie Orozco en San Juan de Colón, estado Táchira, es un escándalo mayúsculo. Se trata de una venezolana de 65 años de edad a la que los tribunales de la dictadura condenan a 30 años de prisión. Su detención ocurrió solo por compartir un mensaje en un grupo de WhatsApp, instando a sus vecinos a participar en las elecciones presidenciales, mientras dejaba saber sus fundamentadas críticas al régimen madurista. La denuncia, según su familia y organizaciones de DDHH, fue interpuesta por una representante local del CLAP, demostrando cómo estas figuras, que deberían limitarse a la distribución de alimentos, son usadas como agentes de control social y delación política. El trato inhumano que recibió, culminando con un infarto dentro de la comisaría y su posterior traslado sin consideraciones médicas al anexo femenino del Centro Penitenciario de Occidente, evidencian la crueldad intrínseca del régimen.

De igual modo, la condena a diez años de prisión para Génesis Gabriela Pabón Paredes y Rocío Del Mar Rodríguez Guillén, dos jóvenes emprendedoras, por fabricar camisetas con imágenes críticas, revela la infamia de los “falsos positivos”. Contactadas por un agente encubierto, fueron acusadas de incitación al odio. Estas trampas buscan “exhibir resultados” en la persecución política y alimentar una estructura policial y judicial que opera bajo la lógica de la lealtad y el ascenso a costa de la libertad de los ciudadanos.

Para sostener esta “Paz Diabólica”, Maduro ha desplegado un sofisticado ecosistema de vigilancia. Aplicaciones promovidas por el gobierno, como VenApp, no son solo herramientas para gestionar servicios públicos; son, de facto, plataformas de recolección de datos personales y geolocalización utilizadas para centralizar reportes sobre movilizaciones, protestas y cualquier indicio de descontento.

Informes de organizaciones como IPYS Venezuela y Freedom House confirman “la existencia de prácticas sistemáticas de interceptación de comunicaciones y monitoreo de redes sociales, haciendo de Venezuela un entorno de riesgo extremo para la privacidad y la libertad digital”. La cifra que maneja la ONG Justicia, Encuentro y Perdón es demoledora: 1.080 presos políticos. De estos, 177 son mujeres. Un listado que incluye a profesionales, activistas y ciudadanos que han sido convertidos en rehenes por disentir.

Esta es la verdad descarnada de la supuesta “paz” venezolana. Es una paz impuesta a punta de pistola, detenciones arbitrarias y terrorismo de Estado. El mundo no puede ser cómplice de ese silencio forzado. Ignorar la sanguinaria persecución de Maduro es validar su status como violador contumaz de los derechos humanos. La libertad y la dignidad no florecen bajo la bota de una dictadura que encarcela a jóvenes y niñas por el único delito de ser familiares de los que luchan por la democracia.